Packaging Alimenticio y Censura Sanitaria: ¿Quién gana, quién pierde?
Embalaje, packaging y marca.
Hay seguramente antecedentes remotos en las distintivas ánforas donde los antiguos guardaban sus vinos más preciados, las confecciones que protegerían los quesos distintivos de ciertas regiones francesas, las exquisitas cajas de tés finos orientales, pero el packaging, es decir aquel embalaje que rebasa sistemáticamente sus funciones de contener y proteger, es en lo fundamental cosa del último siglo, desde que el surgimiento de los supermercados obligó a los productores a un doble esfuerzo de homogeneización y diferenciación de sus mercancías.
De esa primera dualidad se desprende otra, fundamental para entender por qué las leyes que en buena parte del mundo pretenden proteger la salud de los consumidores abren dos frentes, uno contra el contenido y su información, otra contra el contenedor y su persuasión.
Y es que todo pack es una encrucijada que comunica en dos direcciones, por un lado, hacia el producto, por otro, hacia el consumidor; en medio, como autor único de esos dos discursos, está la marca. Lo cual equivale a decir que, por lo menos hasta antes de la llegada de la economía digital, el pack es la sede de la marca y su vendedor silencioso.
Piénsese en cómo Coca Cola insertó el contour de su botella en sus latas, cómo el logo actual de Nivea es la representación circular de su emblemática lata de aluminio, cómo, para pasar a la actualidad, Heineken es capaz de reemplazar su etiqueta frontal con la copa de la Champions sabiendo que sus consumidores sabrán llenar el provisional hueco.
No hace falta recordar el trabajo de Warhol sobre la sopa Campbell’s para confirmarlo, es a través del packaging, sólo en segundo lugar a través del marketing y su parafernalia publicitaria, que la marca se materializa y habita la cultura en que vivimos. Como ha insistido más de un especialista, en último término, The pack is the brand!
¡O lo era! Lo era antes que los gobiernos decidieran intervenir esa comunicación bidireccional, convertirse en coautores de sus dos vertientes, la objetiva y la subjetiva; la informativa y la persuasiva; para que nos entendamos, coautorear la información en las advertencias de ingredientes lesivos de Zucaritas por un lado, la prohibición de presentar al Tigre Toño por otro.
La vertiente objetivante: las etiquetas octogonales.
Grosso modo, los empaques alimenticios se pueden dividir en dos grandes grupos, aquellos que privilegian la vertiente objetivante sobre el producto y aquellos que ponen mayor énfasis en la conversación subjetivante, de tú a tú, con sus consumidores. Nos ocuparemos más adelante de la vertiente subjetivante, en cuanto a los del primer grupo, entran en él los empaques ostentosamente transparentes de aceites que resaltan la pureza del producto, los yogures magisterialmente científicos en su argumentación de bacterias, probióticos y beneficios digestivos, las bebidas empeñadas en demostrar beneficios funcionales más o menos sofisticados como refrescar e hidratar, favorecer la diuresis, aliviar el stress o potenciar la atención. En suma, todos esos empaques que desde su diseño y sus textos le hablan de usted al consumidor y le exponen las virtudes, lo que es capaz de hacer su contenido.
A decir verdad, en la medida en que las marcas se construyen con el objetivo de vender, rara vez separan netamente sus discursos internos y externos con claridad, algo hay de persuasión en la disposición de datos de las Zucaritas, algo hay de información sobre el producto en el vigor hiperkinético del Tigre Toño. Y es precisamente eso lo que pretenden corregir las autoridades sanitarias cuando alegan que las empresas no supieron auto regularse, no quisieron orientar las decisiones alimenticias del consumidor con la información clara que hubiera, y aquí estamos en plena especulación[i], evitado la actual epidemia de obesidad.
¿Quién pierde más con estos sellos octagonales negros advirtiendo de excesos calóricos, grasos, tóxicos…? ¿Quién pierde menos? ¿Quién gana?
Ganan por supuesto aquellos packs, por lo general de nicho, que ostentaban su santidad alimenticia con estéticas minimalistas y sapientes textos, la escandalosa ausencia de sellos confirma su santidad.
Pierden estrepitosamente aquellos packs de yogurt , jugos de fruta y barras nutricionales que sobre-prometían técnicos beneficios en salud y quedan expuestos al escarnio de un público que se descubre estafado. Por más materiales avanzados, científicos en bata, diagramas técnicos y fórmulas químicas que presenten, el discurso sobre el contenido no salvará al contenido: la salvación empieza por la reformulación, no por el diseño del pack.
Pierden menos, hasta podrían ganar algo, los que prometían menos, las bebidas energéticas que suponían un alto contenido calórico, las galletas que sin renunciar a evitar los ingredientes más tóxicos, discurrían más sobre su suculencia, las mayonesas que en lugar de asumirse dietéticas presumían su irresistible untuosidad.
En un escaparate donde todas las mayonesas tendrán sus sendos sellos censurando sus excesos, ¿a cuál empaque le irá mejor? ¿Acaso al delgado frasco con letras mayúsculas deletreando LIGHT? ¿Al viejo frasco que parece venir de 1970, antes de que siquiera los cigarrillos tuvieran censura? ¿Al pack que todavía ostenta códigos caseros como si las abuelitas fueran garantía de salud? ¿O a la franca, transparente gordura del envase de Heinz donde todo lo que percibimos del producto es deleite sin remordimientos?
En suma, hay oportunidades de dos tipos para los empaques que eligen hablar del producto. La primera supone un pack que se niega como pack, un contenedor que en época de santurronería alimenticia, se presenta con total inocencia como garante de la pureza de su contenido. Semejante pack ostenta la falta de sellos octogonales y, por ende, las virtudes funcionales objetivas del contenido.
O asumir los sellos y poner toda la atención en las virtudes sensuales objetivas del contenido, cremosidad, suculencia, crunchyness, intensidad picante, en pocas palabras, en lo que sí hace el producto (¡no necesariamente salud!).
Nadie podrá salvar a la mayonesa , peor, a una lata de foie gras de los sellos negros por exceso de grasa –tampoco de la información infamante sobre sus crueles métodos de producción. Pero se trata de un producto tan endemoniadamente elegante, sensual y seductor que su emblemático pack es capaz de incorporar un sello octogonal sin ruborizarse.
Ahora bien, es claro que la sensualidad objetiva de un producto supone una subjetividad capaz de apreciarla. Pero ¿no sucede acaso lo mismo con sus atributos funcionales? ¿No necesitan también éstos un sujeto que los valore en un contexto cultural preciso? De esto va la vertiente subjetivante y su vocación inevitablemente narrativa.
La vertiente subjetivante: La muerte del Tigre Toño.
El truco más viejo del marketing es hablar menos de lo que hace el producto, más de quién es su consumidor. El truco es tan viejo que hasta los legisladores creen saber cómo funciona: se apela a las emociones del consumidor asociándole una figura aspiracional al producto: vaqueros libres a los cigarrillos Marlboro, Tigres joviales a los corn flakes, tiernos personajes de Disney a los refrescos…
Otra vez en plena especulación, los legisladores deciden que si se prohíben dichas asociaciones aspiracionales, se elimina la mitificación del producto y, por ende, su poder de persuasión. Sin el tigre Toño, va el argumento, las Zucaritas serán sólo hojuelas de maíz azucaradas, los sellos negros se encargarán de lo demás.
¿Quién gana y quién pierde aquí?
Creerán que pierden aquellos que han construido su packaging en torno a personajes como el Tigre Toño, la ratona Minnie, Pancho Pantera o el oso Bimbo y tendrán que hacer grandes inversiones para suplir su ausencia.
La verdad es que la desaparición forzosa de los personajes de marca en el packaging infantil representa más una liberación que una pérdida. Hay un humus cultural dentro del cual viven los empaques ¿Quién puede creer que en el contexto actual de la cultura de consumo alimenticio una ratona de 70 años puede inocentar los inconvenientes dietéticos de Fanta? ¿Alguien cree en verdad que el personaje de Pancho Pantera representa un activo simbólico con los niños? Hay todavía inocentes convencidos de la inocente ignorancia y dependencia de nuestros tweens y teens en la época de Google? ¿Han oído hablar de Greta Thunberg?
No sólo ha cambiado la cultura en torno al azúcar y los niños, las celebridades han dado paso a lábiles relaciones con influencers, la rápidez es parte de la cultura digital y nadie, menos aún los niños, quiere anclarse a referentes estáticos.
Así las cosas, el reto del packaging infantil consiste en renunciar a esos personajes hechos con anticuadas técnicas de figuración y, en lugar de suplirlos con otros que tardarán muy poco en volverse obsoletos, hacer una recuperación dinámica de los valores que pretendían expresar.
Se trata sin duda de un reto en el que, lejos de subestimar al niño con prejuicios inocentes, le propongamos un packaging narrativamente pertinente.
Si no tenemos acceso a personajes, ¿qué tenemos a nuestra disposición para subjetivar la marca y hablarle de tú a tú al niño? Contamos con los recursos de siempre del pack: muy poco texto, un lenguaje figurativo muy estilizado, al día con su consumo mediático y, en primerísimo lugar, un tratamiento lúdico de los materiales, los espacios, las formas y los colores.
De la misma manera que la respuesta adaptativa al sabotaje informativo representado por los sellos octogonales consiste en un pack obsesivamente enfocado en lo que sí hace el producto –salud o deleite o energía, poco importa, lo que ya no es posible es vender el deleite azucarado o grasoso como salud – , en el caso del pretendido sabotaje persuasivo lo que procede es un pack obsesivamente enfocado consigo mismo, un pack que en lugar de remitir fuera de sí, a una figura aspiracional, remita a sus juegos cromáticos, sus complicidades figurativas, sus guiños de ojo, sus rebeldías composicionales. Se trata, en pocas palabras, de lograr un pack lleno de gratuidad, lleno de eso que define la actitud lúdica, una actitud porque sí.
¿Cómo explicar de lo contrario el improbable éxito de Takis entre los tweens y teens? ¿Cómo se las arregló un empaque sin personajes para conectar con tantos niños? Con dos décadas de retrospectiva la respuesta es muy sencilla, la clave fue el descarado uso del morado.
En medio de una categoría secuestrada por leopardos, abuelitas y mitificaciones de los tonos ocre amarillos de la papa o fritura de maíz, Takis adoptó un color que los psicólogos del color le habrían desaconsejado, ¡el color de la cremosa dulzura del chocolate!
Rompiendo todas las reglas de la categoría, con una figuración grafitera del producto y un insólito remolino – otra vez los códigos dulceros! – , Takis le propuso a niños hartos de sobreprotección y códigos blandengues, un pack aberrante, callejero…¡libre! “Hot Cheetos & Takis” , cantaba con fruición gansteril un rapero neoyorkino de 14 años que generó un revuelo importante en las redes alrededor del 2011. ¡En un par de semanas Takis Fuego se había puesto a la par de la inversión de décadas por parte del empaque de Cheetos!
Hoy el morado se ha convertido en código genérico de picor intenso en toda la categoría, pero en Takis no es sólo un fondo, guarda aún la ventaja del empaque integralmente aberrante.
LO QUE SIGUE
A menos que los legisladores decidan sabotear los empaques con mensajes horriblemente conspicuos como hicieron al atentar simultáneamente contra la faceta interior y exterior de los packs de cigarrillos, los sutiles sellos octogonales y la prohibición de personajes aspiracionales representan más un reto y una oportunidad que una amenaza.
Cómodas en sus usos tradicionales, demasiadas marcas confiaban en empaques concebidos en el humus cultural de épocas remotas. Desde la postura del estado, las leyes de etiquetado le darán al consumidor la oportunidad de tomar decisiones informadas, desde la perspectiva de las marcas representan el reto de presentar empaques más sustanciales y contundentes en su vertiente informativa, más lúdicas y vibrantes en su vertiente persuasiva. Por el momento hay para dejar a todo mundo contento, la censura está muy lejos de matar al packaging.
[i] Se trata de una especulación que tiene su origen en la doctrina intelectualista del Sócrates platónico para quien saber es querer, es decir, el que actúa mal lo hace por ignorancia, el que sabe lo que hace el cigarro no fuma, el que sabe lo que hace el colesterol se abstiene de las carnitas.